jueves, 25 de noviembre de 2010

La poesía de la contemplación

Desde niño siempre me gustó Giorgio de Chirico, encontraba una magia muy particular en sus calles abandonadas, sumidas en el brillo agonizante de los crepúsculos y bañadas en un silencio confortante que tan solo puede venir de la ausencia total de humanos en el plano físico, pero no en el espiritual. Me gustaba cómo al dar vuelta en sus esquinas de perspectivas forzadas, se topaba uno con esculturas antiguas, máscaras africanas, caballos y monigotes hechos de pedazos de distintas culturas. El tiempo detenido en el minuto uno de toda una eternidad. De Chirico da la sensación de un post apocalypsis sin guerra, como si los humanos un día simplemente quisiéramos dejar de existir pero tuviéramos el buen gusto de limpiar la casa antes de desaparecer. Una vez colocadas estratégicamente  las señales de vida, tomaríamos todos un  tren a la nada y dejaríamos atrás un mundo hecho de memorias confusas; el silencio únicamente cortado momentáneamente  por el ruido de una bola que ha caído de una mesa y que ya nadie jamás volverá a levantar. Atrás quedarán congeladas en la incertidumbre del origen de los sueños, esas esculturas romanas sin pupilas, silenciosas y contemplativas.












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